Un análisis de Bernard Duterme (CETRI) publicado por Equal Times.
“Somos responsables del cambio climático que genera para los países pobres costes relacionados con la mortalidad que calculo que ascienden a 500.000 millones de dólares estadounidenses al año”. Estas son las palabras de Esther Duflo, premio nobel de economía, en una conferencia celebrada el 18 de marzo de 2024 en la Universidad de Lieja, donde se le otorgó el título de doctora honoris causa. Al mencionar esta cifra, ¿hace referencia la economista francoamericana al fondo, ratificado por la COP28 de Dubái el año pasado, destinado a compensar “las pérdidas y los daños” relacionados con el cambio climático ? ¿O alude de manera más general a la “deuda climática”, o la “deuda ecológica”, que los países ricos tienen con los países pobres ?
La idea de “deuda ecológica” se ha impuesto progresivamente desde los años ochenta no solo en las denuncias de los activistas, sino también en los enfoques científicos de la sobreexplotación de los recursos naturales (agua, suelos, bosques…), la degradación del medio ambiente y las diversas contaminaciones generadas. Unas veces, en sus versiones más etéreas, figura como una deuda con el planeta, los ecosistemas o los seres vivos. Otras veces, en sus versiones más políticas, se afirma como una deuda con los países del Sur, las poblaciones pobres o las futuras generaciones.
Dicho de otra forma, los modos de producción y los niveles de consumo no “sostenibles” (habida cuenta del carácter no renovable de los recursos “consumidos”) o no “generalizables” (debido a sus efectos destructores en el medio ambiente) desplegados por una minoría de la población mundial desde el inicio del desarrollo industrial hasta la actualidad hacen que esta minoría “esté en deuda” con las mayorías que no han tenido, no tienen o no tendrán acceso a los mismos privilegios.
Además, existe el factor agravante de que estas mayorías son, de facto, las primeras en sufrir las consecuencias desastrosas de las crisis ecológicas y climáticas provocadas por los excesos de producción y consumo de los más ricos.
Por tanto, se puede considerar que el peso moral de esta deuda es doble.
En primer lugar, tiene que ver con la desigualdad de acceso a recursos “raros”, considerados desde hace tiempo como inagotables antes de que se extienda la consciencia de su finitud. Se trata de recursos que, desde hace mucho tiempo, se obtienen en parte en los países del Sur para alimentar la máquina económica y el bienestar material de los países del Norte. Unos países acaparan riquezas naturales privando a otros de su disfrute.
También tiene que ver con los daños de proporciones mucho más importantes que los grandes productores y consumidores causan en la naturaleza en comparación con los pequeños productores y consumidores, y, al contrario, los efectos negativos mucho más problemáticos que estos daños generan para los pequeños productores y consumidores. “El infierno de los pobres es el paraíso de los ricos”, escribía el autor francés Víctor Hugo. Cada semana aproximadamente, un nuevo informe, oficial u oficioso, documenta, ilustra y cuantifica la paradoja.
Paradoja injusta si puede decirse. De ahí esta idea de “deuda ecológica”, en virtud de la cual se invita a los (países) ricos a reembolsar a los (países) pobres. Se trataría de “justicia ambiental”, que es otra fórmula que gana popularidad y que consistiría en tratar de compensar las desigualdades en materia de desarrollo y ayudar a los más vulnerables a adaptarse a los cambios ecológicos o climáticos, incluso reparar los daños y perjuicios ya causados. No obstante, sería una mentira decir que la comunidad internacional y los países ricos lo han tratado como una prioridad a la altura de su legitimidad y su urgencia.
¡Que los culpables pasen por caja !
En 1992, en la Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro, la adopción del “principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas” (PRCD) constituyó el reconocimiento, al menos implícito, del concepto de deuda de los “más responsables” con los “menos responsables”.
La propuesta ya había sido debatida (en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo en los años sesenta, en la Conferencia sobre el Medio Humano celebrada en Estocolmo en 1972 o durante la iniciativa a favor de un nuevo orden económico internacional en 1974, entre otros), pero finalmente se incluyó con todas las letras en el nuevo derecho internacional del medio ambiente a partir de Río y su Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, gracias a la labor de promoción llevada a cabo por los “países en vías de desarrollo”.
Esta propuesta está impregnada de significado, por no decir que es revolucionaria. En el principio 7 se establece que : “los Estados deberán cooperar para […] restablecer […] la integridad del ecosistema de la Tierra. En vista de que han contribuido en distinta medida a la degradación del medio ambiente mundial, los Estados tienen responsabilidades comunes pero diferenciadas. Los países desarrollados reconocen la responsabilidad que les cabe […] en vista de las presiones que sus sociedades ejercen en el medio ambiente mundial y de las tecnologías y los recursos financieros de que disponen”.
Por tanto, como quien no quiere la cosa, el PRCD comporta el reconocimiento del problema (la crisis ecológica), la aceptación de sus causas (antrópicas) y, sobre todo, la designación de los culpables (los países desarrollados), a los cuales corresponde subsanar sus errores.
No es poca cosa, ya que tanto la relativización del problema (“basta de catastrofismo”), la negación de sus orígenes humanos (“nos mienten”) y la dilución de responsabilidades (“estamos todos en el mismo barco”) siguen ocupando a menudo un lugar central.
En contra de estos credos populistas o negacionistas, la comunidad internacional contribuyó, hace más de tres décadas, a la idea de las responsabilidades comunes en la degradación del medio ambiente mundial proponiendo que a una parte de la humanidad le corresponde una responsabilidad más importante que a otra y que, por consiguiente, se encuentra en deuda con esta última habida cuenta de su alto nivel de desarrollo y de su consumo destructor.
Dicho de otra forma, la deuda ecológica de los (países) ricos con los (países) pobres, acumulada desde los inicios de la revolución industrial debe saldarse aquí y ahora… ¡desde hace décadas ! Que el paso a la acción llega tarde es un eufemismo. En cumbres y en conferencias, el principio de “responsabilidades comunes pero diferenciadas”, con diversas interpretaciones jurídicas, ha atravesado sin duda distintas etapas de precisión, detalle, inflexión y concretización, pero con una constante hasta ahora : la aplicación muy insuficiente de medidas.
Se crean fondos “verdes” por aquí o por allá, pero sistemáticamente muy por debajo, en términos de objetivos y sobre todo de desembolsos realizados, de lo que deberían ser según los científicos que se han atrevido a cuantificarlos. Así, según los analistas del Fondo Monetario Internacional, la deuda “climática” de los “países avanzados”, sobre la base de sus emisiones reales y previstas de CO₂ correspondientes al periodo 1959-2035, se elevarían a más de 100.000 billones de USD, mientras que “el financiamiento actual aún no ha alcanzado el objetivo de 100.000 millones de USD anuales”.
En menor o mayor grado, los Estados se muestran reacios, o cejan en sus esfuerzos para ocuparse de otras prioridades. Otros desisten, como los Estados Unidos de Trump que, en 2017, renegaron del Acuerdo de París sobre el clima y podrían repetir el gesto en caso de que vuelva a ganar el líder de extrema derecha. En lo que respecta a los países emergentes (China, India, Brasil, etc.), consideran participar en el reparto de la “carga” en función de sus responsabilidades actuales en la degradación ambiental, separándose al mismo tiempo de los “países menos avanzados”, cuyos efectos en el clima son insignificantes, y de los países de antigua industrialización, todavía responsables, en valores relativos, de la parte esencial de la contaminación.
Aunque, cierto, pueden surgir dudas sobre lo que dicen las potencias emergentes, todavía es peor la postura de las monarquías petrolíferas del Golfo, por ejemplo, que superan con creces las tasas de emisión por habitante de los países occidentales.
La deuda ecológica no disminuye, aumenta
Si añadimos a esta lentitud o, más bien a esta reticencia, de los ricos a saldar esta deuda ecológica, el hecho señalado por numerosas voces críticas del Sur según el cual una parte considerable de las políticas “verdes”, públicas o privadas, aplicadas por los actores del Norte en los países pobres suelen aumentar la brecha, deducimos que todavía estamos lejos de que se pague la factura ambiental.
En el punto de mira de estas voces críticas, se encuentran las “falsas soluciones” del “capitalismo verde” o del “crecimiento verde” que proceden de “una colonización de la ecología por la lógica de acumulación de la economía liberal”.
Ya se trate de políticas de conservación (meter en una urna “áreas protegidas”, cerradas a las poblaciones locales pero abiertas al ecoturismo), o de políticas de compensación, de extracción (plantaciones de bosques ficticios a cambio de “derechos de contaminación” ; los monocultivos, esos “desiertos verdes” destinados a la exportación…), o políticas de expropiación, de privatización, de financierización del “ser vivo”, de valorización del “capital natural” (la atribución de un precio –el coste de la conservación– a alguna función ecosistémica, para sacarla de su invisibilidad económica y obtener ganancias de ella…), en todos los casos, resultan perjudiciales desde el punto de vista social y ambiental. Esto lastra también la deuda ecológica.
La dificultad de calcularla también se amplifica. Y evidentemente se presta a la controversia. Controversias funcionales, a su vez, relacionadas con un determinado statu quo, decisiones diferidas, escamoteos, retiradas. Como prueba, ninguno de los “fondos” creados por la “comunidad internacional” para ayudar a los países pobres a “atenuar” la desertificación, la deforestación, la degradación de la biodiversidad, los cambios climáticos o a “adaptarse” a los desastres ocasionados o a repararlos, está a la altura, ni sobre el papel ni mucho menos en la realidad, de las sumas que las entidades expertas estiman necesarias.
“En cada nueva conferencia sobre el clima prometemos destinar a los países pobres un presupuesto de 100.000 millones de USD. Esta cifra no es suficiente para compensar los daños que les infligimos. ¡Y además no se le paga !”, recordaba recientemente la premio nobel de economía Esther Duflo en Bélgica.
Solo “el valor de las vidas humanas que destruimos soltando carbono en la atmósfera”, sin tener en cuenta las emisiones de CO2 del pasado, “hace que Europa y los Estados Unidos sean responsables de 500.000 millones de dólares de pérdidas anuales en los países pobres”, decía.
Y concluía : “Este dinero, lo debemos, no es una cuestión de solidaridad”. Una deuda moral en definitiva, una deuda ecológica, urgente y de dimensiones colosales.
Este artículo ha sido traducido del francés por Raquel Mora, Equal Times.