* Artículo de Bernard Duterme (CETRI) traducido del francés por Rafael Salgado (ITECO).
Claramente, la situación actual particularmente difícil de Guatemala tiene sus raíces en la trágica historia del país. La historia lejana y la más reciente. Esa anterior a 1996, año en que se firmaron los «acuerdos de paz», y en la posterior a 1996. Si esta división binaria puede ser exagerada, tiene el mérito de poner de frente, por un lado, un largo período de dominación y segregación estructural –desde la colonización española hasta el control norteamericano y «la guerra en tierra maya» (1)– y la llamada fase de «normalización democrática» en la que ha entrado Centroamérica a raíz del final de los conflictos armados entre movimientos revolucionarios y regímenes contrarrevolucionarios.
Una historia de dominación y segregación
Repasar la historia de Guatemala nos recuerda, en primer lugar, que muchos occidentales se establecieron en este país, mucho antes de que una parte importante de los guatemaltecos intentaran escapar en las últimas décadas (2). Como si, al final, una emigración desde abajo, de la gente precarizada, compensara una inmigración desde arriba, esta si secular, de nobles y burgueses que venían a engrosar las filas de las oligarquías locales. Como si, al final, una emigración desde abajo, de la gente precarizada, compensara una inmigración desde arriba, esta si secular, de nobles y burgueses que venían a engrosar las filas de las oligarquías locales.
Este proceso comenzó desde el siglo XVI con los conquistadores españoles, que pusieron bajo su control, durante unos 300 años, territorios habitados hasta entonces por pueblos prehispánicos. Un mosaico de etnias más o menos importantes (Cakchiquels, Mam, Quichés, Tz’utujils, Itzá...), también en movimiento y en interacción más o menos conflictiva, que el colonizador agruparía, dominaría y explotaría al inicio bajo el nombre común de «indios... de América», luego, en el mejor de los casos, de «indígenas».(3)
La relativa unidad sociopolítica de la «histórica» Centroamérica, compuesta por Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala (4), se fue sedimentando desde que fueron parte del «Reino de Guatemala» - o «Capitanía General de Guatemala», a su vez incluido en el «Virreinato de la Nueva España» que también cubre México, la mitad de los Estados Unidos y el Caribe, y... Filipinas. Al lograr la independencia de la Corona española en 1821, las élites «criollas» locales, esos «blancos nacidos en las colonias», abrieron las «Provincias Unidas de Centroamérica» (1821-1838) primero, y luego cada uno de los cinco países centroamericanos, a otros apetitos, influencias e intervenciones.
En primer lugar, la de los Estados Unidos. De este periodo viene el enunciado de la «Doctrina Monroe» (1823), que lleva el nombre del 5º presidente de Estados Unidos: «América para los americanos». Su objetivo primordial era mantener a los europeos alejados del continente, pero al mismo tiempo expresaba los propósitos expansionistas de los Estados Unidos… de América, en un doble sentido geográfico. Aunque no fue hasta las últimas décadas del siglo XIX cuando el nuevo imperio dio un carácter colonialista a la profecía de James Monroe. Y se dispuso a expandirse militar, política y económicamente hacia Centroamérica en particular, su ya natural y eterno «patio trasero».
Durante más de un siglo, Estados Unidos hizo y deshizo los gobiernos centroamericanos, de acuerdo con sus propios intereses en la región. Los intereses de sus empresas y de sus mercados. El banano, por ejemplo, como elemento estructurante de la historia contemporánea de Centroamérica y sus «repúblicas bananeras». O como instrumento para la penetración del capitalismo agroexportador y la consolidación de la posición de dependencia económica del istmo centroamericano con respecto al Norte (véase el excelente documental de Mathilde Damoisel, La loi de la banane, Arte, 2017). El café también, bajo el dominio de las «grandes familias» de las oligarquías nacionales, que llegaron en parte de Europa entre 1850 y 1910. La comunidad guatemalteca alemana, sobrerrepresentada a la cabeza de este sector exportador, es sin duda el ejemplo más visible.
La United Fruit Company (UFC), fundada en 1899 y rebautizada Chiquita en 1989 para disimular su mala reputación, llegó a controlar el 75% del comercio mundial de plátanos y... ¡El 65% de las tierras agrícolas de Guatemala! A principios de la década de 1950, al frente de uno de esos gobiernos nacional-desarrollistas que vivió América Latina después de la Segunda Guerra Mundial, el presidente guatemalteco Jacobo Arbenz se atrevió a sentar las bases de una «reforma agraria». Una reforma que inevitablemente perjudicaría el negocio de la multinacional frutícola. Esto no fue de su agrado, y el presidente fue derrocado en 1954 por un golpe de Estado fomentado por la CIA estadounidense -cuyo director era accionista de la UFC- y sustituido por un régimen militar... que permaneció en el poder por más de treinta años.
Las estrategias reformistas siendo bloqueadas por las oligarquías, los militares y los Estados Unidos, surgieron así movimientos revolucionarios en la región en un intento de revertir el orden de las cosas. Las guerrillas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua, del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador y de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) en Guatemala desafiarán a los poderes establecidos. Y estos últimos tomarán represalias más allá de toda proporción, siendo culpables de la muerte de más del 90% de los cientos de miles de víctimas humanas, especialmente civiles (y mayas en Guatemala; masacres descritas como un «acto de genocidio» por la ONU), así como del desplazamiento interno y externo de millones de centroamericanos.
Sólo el FSLN logró sus fines, consiguiendo derrocar la dictadura de la dinastía Somoza en Managua en 1979. Pero los Estados Unidos de los presidentes Ronald Reagan y George Bush, apoyados en Guatemala por el ejército nacional, emprendieron una acción militar en el contexto de la encarnizada Guerra Fría, que se extinguía, para evitar un efecto dominó de «contaminación comunista» en Centroamérica. Tras el colapso de la URSS, se persuadió a los revolucionarios para que abandonaran el poder (en Nicaragua en 1990) o firmaran «acuerdos de paz» con las autoridades oficiales (en El Salvador en 1992 y en Guatemala en 1996).
Desgraciadamente, el hecho de que los acuerdos de paz prácticamente no se aplicaran dejó intactas las causas de los conflictos armados y de la primera gran explosión de la emigración centroamericana. La propia ONU se refiere a ello, especialmente en su informe «Guatemala, memoria del silencio» (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, UNOPS, 1999). «La injusticia estructural, el cierre de espacios políticos, el racismo, la profundización de un marco institucional excluyente y antidemocrático, y la renuencia a promover reformas sustanciales» son, a sus ojos (y a los nuestros), los factores que determinan profundamente tanto el origen de los movimientos y enfrentamientos revolucionarios del pasado como el descontento social y el éxodo actuales. El descontento social y el éxodo no van a terminar con el desarme de las guerrillas. Todo lo contrario.
La «normalización democrática»: ¿un punto de inflexión?
Lo que los politólogos llaman la «normalización democrática» de Centroamérica, y de Guatemala en particular, tras el final de las dictaduras militares y las guerrillas revolucionarias, se relaciona con el doble proceso de liberalización política y económica que el continente en su conjunto experimentó a finales del siglo pasado. Con resultados decepcionantes, sobre todo en Guatemala.
En primer lugar, políticamente. Aunque el fin de la guerra fue uno de los logros del período, la democratización fue sólo una fachada. Formal, superficial, electoral. E inclusive algo más. La debilidad de las instituciones, «estructuralmente ajustadas» por las políticas del Consenso de Washington - privatización, liberalización, desregulación - es evidente. Alianzas renovadas entre las élites políticas y económicas, persistencia de la dominación oligárquica, poderes neopatrimonialistas y diversas derivas criminales.
También una volatilidad política récord: las diez elecciones presidenciales celebradas en Guatemala desde el retorno al régimen civil han producido presidentes de diez partidos diferentes (¡!), pero invariablemente apoyados -con la posible excepción del último, el inesperado Bernardo Arévalo, elegido en 2023 (5)- por uno u otro sector de la oligarquía y las fuerzas armadas. La propia celebración de estas elecciones es problemática. Las reglas están viciadas, se impide la presentación de candidatos, se llevan registros dudosos, la participación es fragmentaria, se realizan campañas de compra de votos, se desatiende a la población, se influye en los cómputos... Cada nuevo gobierno asegura entonces, con algunos cambios menores, la continuidad conservadora y (ultra)liberal de las políticas nacionales y la ausencia de opciones para movilizar el cambio, arruinando el sentido democrático de las «alternancias» electorales.
“El pacto de corruptos” es desde hace algunos años, una frase irrefutable que las organizaciones sociales guatemaltecas utilizan para describir la colusión de poderosos intereses económicos, políticos y militares al frente del «Estado-botín», garantizando la impunidad de sus crímenes mafiosos mediante la depuración de las instituciones judiciales. Los hilos son tan gruesos, las irregularidades tan visibles, los compromisos con el «crimen organizado» tan innegables, que la propia «comunidad internacional», encabezada por Washington, expresa regularmente su «profunda preocupación». Sólo la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) logró sacudir las cosas durante un tiempo, a partir de 2007, investigando y condenando a varios altos dignatarios, antes de ser expulsada del país diez años más tarde y luego disuelta por el presidente Jimmy Morales.
En el plano económico, el grueso de las exportaciones del país sigue proviniendo del modelo antediluviano de explotación del suelo y el subsuelo, mucho más extendido en todo el subcontinente desde el cambio de milenio, gracias al crecimiento de China. En manos de unas pocas decenas de grandes empresas nacionales o extranjeras, la agroindustria guatemalteca abastece el mercado mundial de café, banano, azúcar, cardamomo, biocombustibles, etc., mientras que el sector extractivo lo abastece de plata, zinc, oro, níquel, etc. El valor de los productos agrícolas exportados cada año se cuadruplicó entre 2000 y 2015, ¡mientras que el de los productos mineros se multiplicó por ocho! Antes de una nueva caída, seguida de una fluctuación de los precios internacionales en los últimos diez años.
La potente industria textil y el turismo completan la fuerte extroversión del orden económico guatemalteco, mientras que una mayoría de la población rural vive de la agricultura de subsistencia, y los demás, tanto urbanos como rurales, de los servicios (comercio, comunicaciones, finanzas, educación, sanidad, etc.), la construcción o, en su mayor parte, la actividad informal (trabajos ocasionales y tráfico de todo tipo). La actividad informal representa por sí sola el 70% de la población activa. El débil y regresivo sistema fiscal - el más complaciente del continente, sobre todo para el capital y los inversores privados - no permite al Estado nacional corregir las enormes disparidades, por ejemplo financiando políticas de redistribución dignas de ese nombre.
En el ámbito social, las desigualdades de riqueza e ingresos de Guatemala siguen siendo «de las más altas del mundo», según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (https://www.undp.org/). Según la Comisión Económica para América Latina (https://www.cepal.org/), Guatemala es también el único país de América que no ha experimentado una reducción de la pobreza durante el periodo de altos precios de las materias primas de exportación (2000-2015). Por el contrario, aumentó un 7%, alcanzando al 66,7% de los guatemaltecos en 2017. Esta cifra se eleva al 86,6% solo para los indígenas, una prueba más del «apartheid de facto» que tiende a prevalecer. Según UNICEF, casi uno de cada dos niños sufre desnutrición crónica en Guatemala -el 4º peor resultado del mundo- a pesar de la riqueza de recursos naturales del país, que podría alimentar fácilmente a toda su población varias veces.
Otros efectos medioambientales de este modelo de desarrollo desigual e insuficientemente regulado son la contaminación del suelo, el agua y el aire, la pérdida de biodiversidad y, por supuesto, la deforestación a un ritmo alarmante de alrededor del 2% anual. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Ministerio de Medio Ambiente de Guatemala, la acelerada deforestación en el norte del país se debe principalmente a «la expansión de las áreas ganaderas, las plantaciones de palma aceitera y la explotación minera y petrolera». Los bosques cubren ahora menos del 30% del país, frente a más del 40% a principios de este siglo. Aunque existen regulaciones ecológicas sobre el papel, «la debilidad de las instituciones combinada con la sed de beneficios» están aumentando «la vulnerabilidad socioambiental de Guatemala ante los impactos del cambio climático y los desastres naturales».(6)
En las «cuestiones societales», el panorama no es más alentador. En un contexto religioso en el que las iglesias evangélicas, más bien conservadoras, se disputan ahora la popularidad con una Iglesia católica más bien tradicionalista, las políticas familiares, sanitarias, educativas, etc., van al unísono. La cultura dominante, resueltamente patriarcal, sigue marcada por un machismo y un sexismo devastadores. Hay pocas fisuras en la dominación masculina sobre las mujeres, por no hablar del destino de los homosexuales, a pesar del activismo de una serie de organizaciones sociales que reman a contracorriente.
Todo ello se desarrolla en un clima de violencia extrema y desenfrenada, producto tanto de la pequeña como de la gran delincuencia organizada. Las bandas y los narcotraficantes se disputan los barrios, las lealtades y la influencia, alimentando a los políticos para que se superen unos a otros en materia de seguridad y de juramentos anticorrupción... cuya ineficacia se hace patente de inmediato, debido a la falta de recursos, de ética y del «monopolio de la violencia legítima». A lo largo de la década de 2010, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) se refirió al «Triángulo Norte» de Centroamérica (formado por El Salvador, Honduras y Guatemala) como «la región más peligrosa del mundo», principalmente por sus «tasas récord de homicidios dolosos».
Las cifras han descendido algo en los últimos tiempos, pero es evidente que la inseguridad física, social, ambiental o política que sienten o experimentan los guatemaltecos sigue siendo el principal motivo por el que necesitan huir del país, emigrar. En 2021, según el Ministerio de Relaciones Exteriores de Guatemala (https://www.minex.gotb.gt), oficialmente casi 3 millones de guatemaltecos vivían en Estados Unidos, alrededor del 18% de la población total. Y los intentos de cruzar México y su frontera norte, por peligrosos e inciertos que sean, no han disminuido bajo la presidencia de Biden...
¿Alguna esperanza de cambio?
Queda una pregunta. ¿Por qué la sociedad civil organizada y los movimientos sociales guatemaltecos no han conseguido en el periodo posterior a 1996 invertir el orden de las cosas o, al menos, cambiar la dirección confiscatoria de las grandes decisiones nacionales? ¿Existen en Guatemala fuerzas sociales progresistas que representen los intereses de las «mayorías minoritarizadas» y sean capaces de influir en el equilibrio de poder? ¿Para frenar a la oligarquía local, para jugar con sus rivalidades internas, para subordinar el poder del ejército al bien común, para regular los apetitos de los inversores exteriores?
En el estado de resistencia que realizó en 2017 para el Centro tricontinental, Simona Yagenova, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales en Ciudad de Guatemala, no se mostraba optimista: «La clase dominante guatemalteca se ha acostumbrado a utilizar todos los medios a su alcance para evitar que el pueblo tome las riendas del Estado-nación, para construir una sociedad justa y democrática. Si bien se están desarrollando importantes luchas frente a las contradicciones sistémicas, carecen de una perspectiva estratégica común y de sinergias suficientes para enfrentar con éxito los diferentes componentes del modelo hegemónico.» (7) En defensa de estas luchas, hay que recordar que los efectos posteriores a la guerra en términos de clivajes políticos, fragmentaciones culturales, dispersión sociológica y concentraciones heterónomas siguen siendo muy significativos (8). Y retrasan de facto el surgimiento de una «expresión política autónoma», alternativa y unificadora de las demandas de los pueblos indígenas y los sectores populares.
En síntesis, a casi tres décadas de la firma de los «acuerdos de paz» –con ambiciones sociales aún moderadas– entre los beligerantes de ayer, hay que reconocer que la sociedad guatemalteca sigue erigiéndose como un triste y casi caricaturizado dechado de discriminación, asimetrías y violencia. Esto se debe a una economía nacional –la más fuerte de Centroamérica (!)– y a decisiones políticas que objetivamente y durante mucho tiempo han favorecido los intereses de una minoría. En detrimento del interés general, la equidad social y el respeto a la biodiversidad. ¿Cambiará la situación la inesperada elección de Bernardo Arévalo en 2023 y su toma de posesión como presidente en enero de 2024, que el gobierno saliente trató de impedir hasta el último momento? Las promesas «socialdemócratas» del nuevo representante podrían darle esperanzas, si su margen de maniobra no fuera tan limitado (9).
* Notas
1. Leer Y. Le Bot, La guerre en terre maya – Communauté, violence et modernité au Guatemala, París, Karthala, 1992.
2. Leer Centre tricontinental, Huir de Centroamérica - Radiografía de la migración, Madrid, Editorial Popular, Syllepse, 2022.
3. E. Torres-Rivas (ed.), Historia general de Centroamérica, tomos I a VI, Madrid, Siruela-Flacso, 1993.
4. El actual estado de Chiapas, fronterizo con Guatemala, también fue parte de Centroamérica, antes de unirse a México por referéndum en 1824, tres años después de la disolución del imperio español. El actual Belice, en el noreste de Guatemala, largamente disputado entre Gran Bretaña y España, rebautizado como Honduras Británica en 1862, no obtuvo su independencia de Londres hasta 1981, pero sigue siendo miembro de la Commonwealth y... distinto de Guatemala, a quien le hubiera gustado recuperarlo.
5. B. Duterme, « Au Guatemala, la tenue même des élections pose un problème », Le Monde, 26 julio 2023.
6. Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales, Informe Nacional del Estado del Ambiente, www.unenvironment.org, Guatemala, 16 de septiembre de 2017.
7. S. Yagenova, « Guatemala : contradictions systémiques et nouveau cycle de lutte populaire », in État des résistances en Amérique latine, Paris, CETRI/Syllepse, 2018.
8. B. Duterme, « Guatemala/Bolivie : gauches sociales et politiques dans deux pays à majorité indigène », in Les violences génocidaires au Guatemala, une histoire en perspective, Paris, L’Harmattan, 2012.
9. B. Barreto, « Arévalo frente al Estado paralelo de Guatemala », No Ficción, 19 septiembre 2024 ; M. Faujour, « Au Guatemala, le grand ménage a commencé », Le Monde diplomatique, junio 2024.